Rafael de Hoyos

¿Abrir o no abrir las escuelas?

Rafael de Hoyos

La decisión de abrir o mantener cerradas las escuelas debe ser el resultado de comparar los riesgos asociados a la posible transmisión de la COVID-19 contra los costos relacionados a la pérdida de aprendizajes entre estudiantes. En marzo pasado, cuando comenzó la pandemia en México, dada la poca o nula información sobre los riesgos para la comunidad escolar asociados a la propagación de un virus desconocido, lo más prudente era cerrar las escuelas. 

 

Sin embargo, de marzo a la fecha se ha producido mucha evidencia sobre los riesgos sanitarios para docentes, estudiantes y sus padres asociados a la reapertura de escuelas y los costos relacionados con la pérdida de clases presenciales. Esta información adicional, nos permite tomar una decisión que pondere con menos incertidumbre los costos y beneficios asociados al cierre o apertura de escuelas.  

 

 

Ahora sabemos que la gran mayoría de las niñas y niños menores a 12 años que adquieren COVID-19 no padecen síntomas, una proporción muy pequeña manifiestan síntomas graves (ECDC, 2020) y tienen una menor tasa de transmisión del virus (Lewis, 2020). Las escuelas tampoco parecen ser un foco de propagación del virus. La evidencia para Estados Unidos (Gilliam et al., 2020), España (Prats et al., 2020) y Alemania (Isphording, 2020) muestra que la reapertura de escuelas no provocó un aumento en la tasa de infección en estos países. 

 

Adicionalmente, un estudio del Centro de Prevención y Control de Enfermedades en Europa (2020) encontró que los docentes de primaria no presentaron una tasa de contagio mayor a la que tenían otros profesionistas, sugiriendo que su profesión no los expone a un mayor riesgo de infección. Toda esta evidencia indica que los riesgos sanitarios asociados a mantener las escuelas abiertas son menores a los que percibíamos cuando comenzó la pandemia.  

 

También se ha generado mucha información sobre la pérdida de aprendizajes provocada por la falta de clases presenciales. A pesar de que la autoridad educativa asegura que “no hay pérdida de conocimientos con el cierre de escuelas”, la evidencia para otros países—con mucho mejores condiciones que México—sugiere lo contrario. Investigaciones recientes en Bélgica (Maldonado, 2020) y Holanda (Engzell et al., 2020), con base en pruebas estandarizadas aplicadas a alumnos de primaria después de 8 semanas de mantener las escuelas cerradas, muestran una pérdida de aprendizajes significativa y mucho más profunda entre los estudiantes de bajos ingresos. La pérdida de aprendizajes se da a pesar de que la gran mayoría de los estudiantes en ambos países tienen acceso a un dispositivo con acceso a internet. 

 

La pérdida de aprendizajes no debería sorprender a los que han seguido el debate sobre el efecto de las tecnologías de la información en educación. A pesar del gran avance tecnológico, no hay aplicación, interfaz o algoritmo que haya superado la capacidad de los docentes para generar aprendizajes entre los alumnos. Particularmente para los estudiantes de preescolar y primaria, las tecnologías de la información son solo un complemento, no un substituto del proceso convencional de enseñanza (Escueta et al., 2019). La presencia de un adulto, padre o tutor, asistiendo al estudiante, durante el proceso de aprendizaje es fundamental.

 

En México y el resto de América Latina, la alta desigualdad económica hace que los efectos negativos de mantener las escuelas cerradas sean mayores que en Europa. La mitad de los alumnos de educación básica (preescolar, primaria y secundaria) no tiene un dispositivo con acceso a internet en el hogar (todos los cálculos con base en de Hoyos, 2020). Inclusive proveyendo tabletas u otros dispositivos a todos los estudiantes, la pérdida de aprendizajes sería significativa debido a las condiciones del hogar. Más de la mitad de los alumnos en México viven en un hogar de bajos ingresos con padres que no concluyeron la educación obligatoria y trabajan en el sector informal de la economía y, por lo tanto, tienen pocas posibilidades de responsabilizarse del proceso de enseñanza. 

 

Más de 10 millones de estudiantes de educación básica en México viven en un hogar sin un dispositivo con acceso a internet y sin padres con la escolaridad o el tiempo para asistirlos en el proceso de aprendizaje. Siete de cada diez de ellos viven en condiciones de pobreza y llevan desde marzo sin aprender, a pesar de que son los que más necesitan de una educación de calidad para aspirar a un futuro con mayor bienestar. Para ellos, junto con la escuela, se cerró el proceso formal de aprendizaje y cada día que pasa se reduce su ingreso futuro y se abre más la desigualdad de oportunidades entre ellos y sus pares en hogares no pobres. A pesar de todas sus limitaciones, para estos 10 millones de niñas y niños la escuela es quizá la única oportunidad para aspirar a un mejor nivel de vida—aunque esto está lejos de ser una certeza.   

 

Falsas disyuntivas

 

Habrá quien argumente que lo que he presentado hasta ahora es una comparación inválida, inclusive inmoral, porque si bien es cierto que se pierden aprendizajes al mantener las escuelas cerradas, lo que se ganan son vidas. En realidad, en ambos casos estamos hablando de salvar vidas. La relación entre la COVID-19 y la posible pérdida de la vida es clara y ocurre en el corto plazo, mientras que las vidas que se pierden debido al cierre de escuelas dependen de efectos indirectos y solo ocurre en el muy largo plazo. Pero la escolaridad y los aprendizajes están relacionados con la salud (Galama, 2018) y la esperanza de vida (Lleras-Muney, 2005). El cerrar escuelas hoy reduce los aprendizajes y las trayectorias educativas, sobre todo de los más pobres, lo cual reduce sus ingresos futuros, salud y esperanza de vida. Aunque la relación entre aprendizajes y esperanza de vida no sea obvia y por lo tanto resulte difícil internalizarla, abrir las escuelas también salva vidas, las vidas futuras de los hoy niñas y niños que viven en situación de pobreza.

 

¿Qué podemos hacer?

 

El primer paso es aceptar que la pandemia trae consigo una pérdida de aprendizajes producto del cierre de escuelas, a pesar de la narrativa y los esfuerzos que se han hecho hasta ahora. La discusión debería estar centrada en cómo minimizar el impacto de la pandemia sobre los aprendizajes de 10 millones de estudiantes de educación básica que no tienen las condiciones mínimas para aprender desde casa. Para ellos, mejorar el esquema de educación a distancia es irrelevante, ellos necesitan la escuela y la interacción con sus profesores y compañeros. 

 

Abrir las escuelas que atienden a la población de alumnos en pobreza debe ser la prioridad. Si abrieran un día a la semana, con un quinto de los estudiantes, priorizando la enseñanza de contenidos prioritarios (matemáticas y lengua) sería mucho mejor que la situación actual. Las escuelas que atienden a esta población deberían ser priorizadas y recibir los recursos para asegurar condiciones mínimas de higiene (agua y jabón) y protección (cubrebocas) para alumnos, docentes y personal administrativo. 

 

Cuando abran, las escuelas necesitarán una prueba diagnóstica para identificar el rezago con el cual regresan los alumnos e implementar un plan de nivelación. La evidencia es contundente sobre la efectividad de las tutorías (Nickow et al., 2020) para mejorar los aprendizajes de alumnos en rezago. Las tutorías deben de realizarse en grupos pequeños, enfocados a los contenidos prioritarios (matemáticas y lengua) y ajustando la estrategia pedagógica al nivel de competencias de cada alumno. Para implementar la prueba diagnóstica y llevar a cabo las acciones de remediación harán falta recursos adicionales, priorizando a las escuelas que atienden a la población en pobreza. Es difícil identificar una inversión más redituable que mejorar los aprendizajes de los estudiantes más pobres.    

 

Lo menos complejo es mantener las escuelas cerradas, asumir que la televisión puede substituir el sistema educativo y trasladar el costo de esta decisión—menos aprendizajes, ingresos y esperanza de vida—a las familias más pobres. Pero eso no significa que sea lo más justo y equitativo. Si nos pusiéramos en el lugar de uno de los 10 millones de niñas y niños que, mientras las escuelas sigan cerradas no tienen la posibilidad de aprender, quizá decidiríamos abrir las escuelas, antes que los restaurantes, bares y gimnasios. Lo que está claro es que no podemos pretender que no ha habido costos en términos de aprendizajes. Esto es profundamente injusto para 10 millones de niños que tienen el derecho a un proceso de nivelación por los aprendizajes perdidos. El no llevar a cabo las acciones e invertir los recursos necesarios para nivelar los aprendizajes de estos 10 millones de niños hará que los costos de la pandemia se manifiesten, en términos de pobreza y desigualdad, durante varias generaciones.

 

Rafael de Hoyos es socio-fundador de Xaber y profesor de economía en el ITAM. 

Referencias

 

 

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